Aquel día recibió el nombre de “Día del Sol Negro”. Corría el año mil después de la llegada de Jesucristo y los rumores acerca del fin del mundo recorrían la vieja Europa como pájaros de mal agüero. Sin embargo, nadie, ni siquiera los más agoreros entre los pesimistas, pudieron imaginar lo que se le venía encima a la humanidad. Toda la tradición oscurantista de la cultura románica quedó empequeñecida por los siniestros acontecimientos que se desataron en la mañana del seis de junio de ese año. Aquella jornada el sol no llegó a brillar, pues su rostro quedó velado por las tinieblas. Un eclipse total tapó su luz y sumió en la oscuridad a toda la Tierra. Ante aquel prodigio las gentes salieron de sus casas, más aterradas que sorprendidas, pues en las mentes de todos estaban los recuerdos de las profecías y predicciones de los profetas de fin de milenio. Las iglesias se saturaron en pocas horas y el pueblo clamaba pidiendo a los sacerdotes explicaciones acerca del extraordinario suceso. Todos sabían que la oscuridad es el medio en donde más a gusto se mueve el Diablo y todos temían que la llegada del anticristo se hubiese producido. No podían, muy a pesar suyo, dar explicaciones los clérigos, pues tan culpables eran ellos como el resto de los hombres de la ofensa hecha a Dios, y aunque algunos temían por vislumbrar el significado, ninguno sabía nada a ciencia cierta.
Fueron los estudiosos del Apocalipsis los primeros en identificar los símbolos que se aparecían ante los ojos de todos ellos, ciegos por sus maldades y su irreverencia. Pero ya era tarde, pues fue a mitad de aquella mañana cuando la tierra de los cementerios comenzó a removerse, acompañada por un fuerte temblor que con sordo estrépito derribó casas y torreones. Las más pretenciosas construcciones fueron las primeras en hundirse, resistiendo tan sólo las lúgubres iglesias románicas, bajo los arcos de las cuales se ocultaba la canalla temblando al rememorar sus impías vidas. De las grandes fisuras que quebraron el suelo salieron los cuerpos, en muchos casos tan solo osamentas, de aquellos que ya habían muerto. Frente a aquel espectáculo ya nadie dudó. Todos supieron que el fin del mundo había llegado, tan de improviso como anunció el Cristo, como un ladrón en la noche, como el amo que vuelve de viaje.
Los pífanos y clarines celestiales dominaron el estrépito de la destrucción con sus angelicales melodías. Los cielos se abrieron y los ejércitos del Dios Verdadero mostraron su esplendor, iluminando con su presencia a través de los densos nubarrones que tapiaban la bóveda celeste. Su luz era la única luz que alumbraba al mundo, muerto como estaba el sol. Su voz era lo único que se oía, acallado el estrépito por su mera presencia. Entonces comenzó la criba, la separación de la cizaña y el trigo limpio. Las almas de los justos emprendieron un grácil vuelo hacia las alturas dejando tras de sí estelas de un blanco inmaculado. Los ángeles las recibían entre clamores y las vestían con hermosas túnicas. Conduciéndolas de la mano las llevaban volando hacia el Trono Celestial, anunciados por las más bellas melodías interpretadas por los seres más hermosos. Algunos de los que vivieron aquella jornada consignaron por escrito los nombres de los mártires a los cuales habían reconocido, cuyo número no tenía fin. El gozo de contemplar aquel espectáculo era sublime, manchado, sin embargo, por el hecho de estar excluidos de la celebración.
Pues aquel día fue también el día de la condenación para muchos. El anunciado llanto y rechinar de dientes no se demoró siquiera al término de la procesión de los justos. El Ángel Exterminador bajó con sus huestes a la Tierra y barrió con su espada flamígera a los malvados y a los perversos. De las fisuras que surcaban el piso comenzó a brotar lava, y por los resquicios de algunas de ellas era posible contemplar el Infierno. Negros tentáculos salían de las mismas y atrapaban a los aterrorizados pecadores que intentaban una imposible fuga. Montañas enteras estallaban en llamas devastando los bosques y sembrados con los fuegos eternos de la condenación. Ya solo existía un orden: el divino. El ejército de ángeles arrojaba a las llamas que nunca se extinguen a los culpables irredentos y rescataban de los siniestros tentáculos a las almas puras que caían en sus presas.
Salieron entonces las huestes del Ángel Caído, con el mismísimo Diablo al frente. Sembraban el pánico entre los que aún no habían sido seleccionados para uno u otro destino, induciéndolos mediante trampas y engaños a caer en pozos sin fondo. Los acorralaban contra las grietas a la espera de que saltaran ellos mismos a las llamas. En ocasiones eran los negros tentáculos quienes los agarraban a traición, dejándolos a merced de la intervención de los ángeles... si de tal eran dignos. Algunos hombres y mujeres fueron convencidos por los demonios para que se unieran a ellos, con la promesa de un trato de favor una vez llegasen al Infierno. Los que así eran seducidos quedaban mutados al momento: retorcidos cuernos de cabra crecían en sus cabezas y sus dientes y sus manos se tornaban en los de bestias salvajes.
Llegado el medio día, el Ángel Exterminador terminó de escoltar a los limpios de corazón hasta el Paraíso y por unas horas la Tierra quedó a merced de las huestes infernales. Todo lo que no había sido destruido por el terremoto fue entonces pasto de las llamas. Los supervivientes corrían por los campos y las ruinas de las ciudades aullando enloquecidos. Unos se abandonaban al Diablo, creyendo que su salvación era ya imposible. Se arrojaban estos sobre sus congéneres y los asesinaban y torturaban brutalmente con la esperanza de impresionar al que creían su nuevo señor. Otros se perdían en dantescas orgías, bacanales sin fin que condenaban sin remisión sus almas sin conseguir aliviar su espíritu. Algunos de los hombres y de las mujeres que aún quedaban en pie renegaron de todos los dioses y empuñaron las armas. Se organizaron en numerosos ejércitos sin líderes ni caudillos, en los que solo imperaba una norma: la humanidad contra el resto de la creación. Hostigados por los demonios se veían envueltos en continuas batallas que a ningún señor agradaban. Solo su voluntad y su total desarraigo les permitían sobrevivir en un mundo enloquecido y agonizante.
Hubo también pequeños grupos que se reunieron en las iglesias que quedaban en pie y oraron. Otros tan solo caían de hinojos en medio del caos e imploraban misericordia al Padre de la humanidad. Su contrición era sincera y su dolor inmenso. Habían necesitado ver para creer, pero habían sido redimidos por su auténtico arrepentimiento. Los nuevos sirvientes del Diablo intentaban acabar con ellos, avergonzados por la entereza de los compungidos. Les daban muerte allí donde los encontraban y prendían fuego a los templos que permanecían en pie. Los alaridos de los abrasados se elevaban mezclados con las plegarias hasta el cielo.
Entonces, el Dios Verdadero oyó el llanto de su pueblo y sintió misericordia. La bóveda celeste se abrió una vez más y una nueva legión de ángeles se batió sobre la tierra, salvando a aquellos cuyo arrepentimiento había sido sincero. No obstante, el Diablo y sus demonios no querían ceder sin lucha el vasto terreno que habían conseguido ganar en la Tierra, y enfrentaron a sus mesnadas con las recién llegadas tropas celestiales. Ambos ejércitos chocaron en muchos frentes, quedando en bastantes ocasiones los renegados atrapados entre dos fuegos. Esta guerra ultraterrena se extendió durante días, y la Tierra entera tembló con cada nueva contienda. Las almas de los condenados llenaban sin parar los pozos infernales, mientras las almas de los absueltos subían entre níveas estelas hasta el firmamento.
El primer día las aguas de los mares se embravecieron, y se tragaron los reinos de Oriente y parte de las islas de los pictos. El Marenostro se abalanzó sobre el África y las costas modificaron su fisionomía. Los hombres murieron ahogados por millares. El segundo día el cielo se estremeció y volcó sobre el mundo una lluvia de hirviente granizo. Los relámpagos fulminaban a demonios y a hombres, y con sus chispas y centellas provocaban más incendios. El tercer día la lluvia apagó los rescoldos y los ejércitos sobrenaturales se retiraron. Llegó entonces la peste para azotar a los que todavía quedaban con vida en un mundo en ruinas.
Un pacto tácito surgió tras aquella fatal jornada. Para evitar la total destrucción del mundo se retiraban los ejércitos del Diablo y del Dios Verdadero, pero la batalla continuaría en otros niveles. La ruina a la que había quedado reducida la Tierra sería el limbo en el que se decidiría el destino de las almas de aquellos que no fueron condenados al Infierno ni llevados a la mesa del Señor. También el de los hijos de estos, y el de los descendientes de sus descendientes hasta doce veces doce. Será entonces cuando la tregua no firmada expirará y se llevará a cabo el reparto de almas.
Los hijos de los que allí quedaron todavía esperamos la redención por mediación del único y verdadero Dios. Pero los sicarios del Diablo no aceptan las reglas divinas y campan a sus anchas por las tierras de los hombres. A través de la Guerra Santa buscaremos nuestro perdón.